
Me gustan las islas en la poesía de Rafael Cadenas. En varios poemas está
su imagen, la metáfora de la isla. De 1958 es el poema “Una isla”:
Vengo de un reino extraño,
vengo de una isla iluminada,
vengo de los ojos de una mujer.
Desciendo por el día, pesadamente.
Música perdida me acompaña.
Una pupila
cargadora de frutos
abandonados
se adentra en lo que ve.
Mi fortaleza,
mi última línea,
mi frontera con el vacío
ha caído hoy.
Acá el reino, la luz, la mujer y sus
ojos, que también se han hecho los ojos del poeta y que así va, a través de la
calles, iluminado, poseído de esa isla/mirada que lo lleva al vacío que, se me antoja,
no es de su total rechazo. Se sabe que el poeta escribió estos versos estando
en Port Spain. De aquellos años en su poesía hay muelles, palmeras, paisajes
ultramarinos, mares, arena, islas que respiran.
En “Fragmentos”, otra isla dice así:
Isla,
negro pájaro, llama incesante, viaje a donde todo gira,
mi paraíso, mi rama, mi desborde
lo he perdido todo
¿quién me robo la esmeralda?
Humedad de luces prófugas.
Lo he perdido
y caigo de repente
en el vértigo de las manos desesperadas.
Onda,
diamante de los ojos,
herida que de adelanta al tiempo,
espuma sagrada en mis labios para siempre.
En el poema, tal como se lee y, al contrario de las imágenes apaciguadas
que acostumbran su poesía, hay caída y vértigo, una cierta desesperación poco
común en el trabajo posterior del poeta. Más adelante, en el mismo libro, nos
entrega una imagen maravillosa entre la aceleración y el sosiego sanador del
último verso “La tierra avienta islas hacia mí, pero he perdido los ases. / En
el derrumbe resuenan las aguas. / Una transparencia baña la herida”.
En Cuadernos del destierro dice: “Isla, deleitable antífona”. La
antífona, frase litúrgica, himno religioso muy breve, es la isla, que así se
trasmuta no sólo en lo sagrado, sino también en la materia, la textura de la
palabra poética.
En Memorial, ya para 1977, vuelve a aparecer otra isla. No es “una”
isla, sino, simplemente “Isla”, y así dice:
Sigue en las mismas playas de donde vino.
Vive en una ciudad de madera que levanta su olor acre como un puñal.
Es allí donde habita, afantasmado, virtual, amante. Donde habla solo en
una lengua extraña. Donde está más cerca de su cuerpo.
Todavía se asoma por una ventana a ver la tarde primitiva. Se mueve
frente a una vegetación espectral. Lleva el tesoro de Raleigh, un rostro de
mujer y cierta fragancia bárbara que de sol que duerme entre hojas.
Otra vez acá la isla y la mujer. Otra vez una ciudad, pero esta vez de
madera, como lista para los incendios. Acá alguien se asoma al mundo,
fantasmal, por una ventana. Ahora, aquella música perdida del primer poema, el
sonido mismo, ha sido reemplazado por una lengua extraña. Y así, atravesando el
poema, la isla, el hombre y esa sensación de ser una isla. La isla siempre
está, el asunto es verla, y así nos dice: “Hay una isla que sólo ven los ojos
nuevos”. La isla como asentamiento, como mirada, como poesía, como mirada de virtud
entre la sabiduría antigua y la inocencia cristalina.
Comentarios