
La música, eso creo, alguna vez nos importó. La música era parte de nuestras vidas, pero era además parte, sin quizás nosotros proponérnoslo, de nuestro crecimiento espiritual. La música era una forma de relacionarnos con el mundo, de conocerlo y de percibirlo, pieza fundamental de aquello que nos convertía en seres humamos. No era cosa desechable, estaba en nosotros, permanecía en nosotros, nos daba alma. Era nuestra poesía, una forma de conocimiento y de espiritualidad muy específica. Por aquel entonces atesorábamos la música. Los discos, aquellos objetos tangibles, vea usted, se agenciaban como partes de nuestros tesoros del alma. Creo que la relación entre el mundo material y el mundo espiritual (aquello de la res cogitans y la res extensa de Descartes) es en realidad muy estrecha, porque lo espiritual y lo material se unen a través de esa aura poderosa que es nuestra conformación síquica, la energía que nos convierte en seres humanos con cierta profundidad. Necesitamos el objeto porque el objeto nos identifica como personas particulares dentro de una masa o un colectivo; nos separa y nos hace pertenecer, pero fijados en cierta individualidad. Por eso un disco resultaba tan importante. Mostrar tus discos a tus amigos y a tus novias equivalía a mostrar tu crecimiento, a mostrar en quién te estabas convirtiendo o quién estabas siendo. Hoy día, ya carentes de cidís, ¿qué mostramos? A la música pop desechable de hoy en día (y he dicho pop desechable) no le interesa convertirse en un tesoro, ser perenne y pasar a formar parte de nuestra conformación existencial. La música pop desechable simplemente es un ritmito de fondo, y tiene que ver con las personas tan sólo en la superficie, de paso, como un hot dog o un trozo de pizza industrial. La música ha dejado de importar, ha dejado de enseñarnos algo, de interrelacionarse con nosotros y el mundo. En otro tiempo yo escuchaba Saga y viajaba en mi mente a los mundos de fantasía, entre futurísticos y místicos de Saga. Recorría galaxias, planetas distantes, universos lejanos donde yo era una persona mejor. Cuando joven, con la música me enamoraba hasta el hueso o me sumergía en las oscuridades luminiscentes del deseo sexual. Ahora pareciera que la música es sólo para darse revolcones o perrear. Para divertirse y nada más. Y bueno, sí, la diversión es un lugar necesario, pero la música pop desechable es unidimensional en ese sentido. No quiere que sufras, o quiere que sufras desde el sentimentalismo fácil, que es lo mismo que divertirse en un charquito de ranas. En nuestros tiempos ligeros y políticamente correctos, el dolor es cosa innombrable como vía de aprendizaje. Olvidamos a Sócrates y a Platón, y pensamos que el dolor es malo y el placer es bueno, y ya, nada de andar metiéndose muy a fondo.
La música pop de hoy sólo quiere que
«la pases bien», que tengas un revolcón en un motel y un despecho que se pasará
rápido porque te irás con otra en cuanto te tomas el próximo trago, porque, ya
se ha dicho, eso del dolor, la pena o la melancolía como vías de conocimiento
no va con la gente del siglo XXI. La catarsis griega ha muerto, damas y
caballeros.
Claro, la música pop siempre ha
querido que bailes, cómo no. Pero, por ejemplo, con «Safety Dance» de Men Without Hats, yo bailaba por un
pueblo medieval con bufones, juglares y damiselas, o con «Hungry Like The Wolf»
de Duran Duran andaba dando saltos
por la exótica India a la búsqueda de no sé qué mujer serpiente, y me sentía así
todo un Indiana Jones avanzando entre peligros sensuales (recuérdese que la
primera cinta del gran Indiana Jones es de 1981 y el álbum Río es de 1982). La
música en los ochenta, siguiendo por esta vía, ofrecía todavía una rica gama de
posibilidades, todo un universo complejo de formas musicales y de propuestas
visuales. Y estamos hablando de lo que era mainstream.
Hoy día, así lo creo, si no suena igual esto a lo otro, no sirve. Si no es reconocible,
es raro, y si es raro es sospechoso, y es peligroso, porque dejas de pertenecer
y al que deja de pertenecer le hacen bullying
toda aquella gente cool e igualita.
Lo que es raro, lo distinto, es difícil y ofende. Siempre lo he dicho: pensar
duele.
Celebro
como una de las películas más importantes de esta década y quizás de unas
cuantas más atrás, Bohemian Rhapsody: la
historia de Freddie Mercury. No es la mejor, pero sí una de las más
importantes, porque la reacción que logró entre la gente (joven y no tanto) es
fenomenal. La escalada arrolladora de los temas de Queen ha dejado en claro que hay un montón de idiotas que están
equivocados con respecto a lo que debe ser la industria de la música hoy en
día. A la gente le pueden gustar otras cosas. A la gente le puede gustar lo
«raro», si acaso nos parece que Queen
es raro, comparado, obviamente, con cualquiera otra cosa metida en el molde de
hoy.
Con
frecuencia paseo por Youtube y me pongo a buscar música. He encontrado
maravillas, porque, quiero dejar esto en claro, en la actualidad hay gente
haciendo música increíble. Pienso en Dead
South, en Hillbilly Moon Explosion,
en Reverend Peyton´s Big Damn Band, en
Milky Chance, en mis adoradas Lera
Lynn o Lila Downs, e incluso en el sexy Two
Feet.
No he pretendido ponerme intenso,
exquisito y pasar por intelectual esnob. No, ya he dado mis razones, y demás
está decir que cuando algo es definitivamente de mala calidad no hay teoría
posmoderna que lo sustente. Lo malo es malo.
Tampoco soy experto en música, sólo he
nombrado lo que me he ido encontrado por allí, y que, entre tanto Maluma en
seguidilla, me parece maravilloso. Por cierto, hace poco escribí Pre-Texos en
Google, buscando la página WEB de la hermosa editorial española, y el primer
enlace que me salió fue el video de un bendito tema de Maluma.
Vi recientemente una entrevista que le hicieron a Frank Zappa.
Decía que durante los sesenta se grabó y se distribuyó mucha música
experimental. Zappa explica que una de las razones de tal fenómeno, radicaba en
que los productores de aquel entonces no eran jóvenes que creían que se las
sabían todas en el mundo de los negocios, sino señores con corbatas y cigarros
cubanos que solían vociferar algo así como, «Qué sé yo, lánzalo y veamos qué
pasa». Los chicos jóvenes, que creen saber qué es lo que la gente debe escuchar
(o peor, que creen qué es lo que la gente quiere
escuchar) son más conservadores y peligrosos para el arte que aquellos
señores de corbata y puros, advierte Zappa. No todo es un numerito, una
estadística, un focus group, no todo
es un tema políticamente correcto (esa forma de mercadeo de los progres) o pegajoso
bajo cierto parámetros al uso. En alguna parte también está el arte, el
atrevimiento, la irreverencia, la búsqueda, el dolor, la melancolía, la
tristeza, la rabia y la alegría genuina, incluso hasta la inocencia.
Antes,
detrás de las cosas, había velos, oscuridades, o por lo menos simulaciones de
alma. Antes, la música buscaba el misterio, era erótica. Hoy día todo es
pornografía, tan horrorosamente explícito y transparente que ya nada se
diferencia. La gorrita beisbolera que no es gorrita beisbolera y que es más
grande de lo normal, hiperbólica y de lado, ¿ya cuántas veces la hemos visto?
Hasta Edy Smol es reguetonero sin serlo con esas gorritas horrendas con las que
va para el mercado (sí, todo un gurú de la moda el Edy). Tanto giran y se
repiten los signos, que ya nada tiene sentido y todo pasa ante nuestros ojos
sin detenerse. Hace poco en la radio escuchaba un rating de música electrónica. El cuatro lugar era idéntico al
tercer lugar, el tercer lugar era idéntico al segundo lugar, y el primer lugar
era idéntico al segundo, al tercero y al cuarto, sólo que alguien de vez en
cuando cantaba.
En
fin, ojalá que la música empiece a importarnos de nuevo, algún día.
Mi
hijo de trece años, por los momentos, ha empezado a escuchar a Queen, y a mi niña, de cinco, le fascina
escuchar algunos temas de Lila Downs y en «In Hell I'll Be in Good Company», de
Death South. Espero que se salven,
que de alguna manera se salven. Yo hago lo posible.
Comentarios