Belief: The Possession of Janet Moses (2015) es una de las mejores películas que he visto
en mucho tiempo, un documental dramatizado que resulta conmovedor, perturbador,
poderoso y desafiante. Pero no nos dejemos engañar por el título. Sí, trata
sobre una posesión y sobre entidades maléficas… Pero no.
El documental
recrea los últimos días de una joven madre en Nueva Zelanda que murió ahogada
por sus familiares en un proceso de exorcismo. Janet Moses, una mujer de
veintidós años de origen maorí, al parecer recibió un maleficio que la llevó a ser
poseída por una o más fuerzas maléficas. Su familia, durante varios días, se
encerró con ella para obrar algo que podríamos llamar, por comodidad occidental,
un exorcismo, es decir, una serie de rituales propios de la cultura maorí (o
eso suponemos) mezclados con rituales católicos.
Contado
así, da la impresión de que estamos ante un documental sensacionalista y de mal
gusto. Pero nos equivocamos si nos quedamos con este juicio ligero. Una vez
más, creo que se trata de un trabajo increíble que se aparta elegantemente pero
con fuerza dramática del morbo amarillista. El documental se adentra, con seriedad,
con responsabilidad, en temas muchos más complejos y fundamentales. Yo veo allí
una indagación en el fenómeno colectivo de las creencias en estrecha relación
con el (des)conocimiento de nuestra más profunda naturaleza humana.
Esta
gente, los familiares de Janet Moses, la amaban. Sí, la amaban, y llevados por
ese amor, sus creencias y el miedo cometieron gravísimos errores. Y no, en
ninguna circunstancia señalo tales creencias como arcaicas y dañinas. Durante
el documental presenciamos algo más profundo, algo más terrible.
No nos conocemos. Eso creo. Janet Moses no se conocía,
los familiares de Janet que se encerraron durante días a tratar de expulsar de
ella las entidades maléficas no se conocían. Pero es que nadie realmente se
conoce. Todos, en mayor o menor medida, ignoramos cómo puede jugar nuestra
mente y nuestra naturaleza animal con nosotros y así expresarse de manera oscura
y cerrada a través de nuestras acciones. Acciones que, a la postre e incluso
sin nosotros saberlo, pueden alcanzar simas de daño y maldad.
No nos conocemos, no sabemos quiénes somos, no tenemos
cuidado sobre nosotros mismos. Pero esta verdad, que puede resultar obvia y
hasta absurda, la ignoramos siempre. Porque en realidad pasamos nuestros días
peligrosamente seguros de nosotros mismos, y nunca nos detenemos a mirarnos,
nunca nos detenemos a pensar por qué hemos actuado de determinada manera o
dicho determinadas palabras. Vivimos tan cómodos en las trampas de la razón o
en las trampas de las creencias que no pasamos el velo para ver el animal que
late debajo, el miedo, el horror, la rabia o la angustia. Porque, eso creo,
muchas veces es el animal el que actúa y se justifica bajo los parapetos de
la razón, que termina siendo nada más que el acomodo, la excusa convincente de
ese animal profundo. Allí está el demonio («el sueño de la razón…»), allí las
verdaderas posesiones. Los familiares de Janet, que, vuelvo a decirlo, la amaban
profundamente, resultaron ser los verdaderos poseídos. Entre ellos, en su
cierro mental y real (estuvieron varios días sin salir ni dormir tratando de
exorcizarla) se alimentaron unos a otros y cayeron en un delirio colectivo (con
algo muy pero muy animal y salvaje) que los llevó a obrar el mal creyendo que
hacían bien. Aquello fue sí, un contagio colectivo de creencias, miedos y agitaciones
internas.
Conocerse
a sí mismo, tener cuidado de uno mismo, mirarse constantemente y tratar de
comprender nuestras profundidades no implica, así lo creo, la panacea de la
felicidad. No, esa búsqueda es una lucha que nunca se detiene, dolorosa
también. Pero es un intento, y es, quizás, sano. Y no se trata de matar aquello
que late hacia adentro. Todo lo contrario, se trata de explorarlo, de medirlo,
de aprenderlo a conocer y de reconocernos en él.
No puedo dejar de recordar que el mal viene, en parte,
de la banalidad, esa agua superficial en la que nos asomamos. Allí sólo encontramos,
sólo vemos un rostro, y nada más, el rostro racional, el rostro del buen
sentimiento o el rostro creyente. Con frecuencia estamos tan seguro de esos
rostros, tan seguros de que bajo de esa superficie no hay nada más que
terminamos en el más desolador de los abismos. Narciso miró su bello rostro humano
y pensó que allí no había otra cosa que una superficie complaciente y mansa. Aquel
joven ignoró el fondo, y se ahogó. El agua en el mito de Narciso es fundamental,
en la historia de Janet también.
Belief:
The Possession of Janet Moses me
ha hecho pensar en mí y en cómo me miro, me ha hecho también pensar en mi país,
en los justicieros vengadores de la revolución bolivariana, tan seguros de sí
mismos, de sus supuestas ideas justicieras y de su «amor», tan convencidos ellos
de que el mundo es estúpido que parecieran no cuestionarse su propio papel en
la tragedia de dimensiones inconmensurables que vive el país.
Esta película me ha hecho pensar sí en lo que
somos muy por debajo de nosotros mismos, a solas y en colectivo. Quizás, de
alguna manera, resulta un llamado a la sensatez individual que debería estar
por encima de cualquier creencia, de cualquier amor colectivo. Creo que una comunidad
sólo funciona si cada individuo tiene la libertad necesaria para mirarse y
comprenderse a sí mismo y, desde allí, ser distinto al otro, pero sobre todo
sensato.
Si en verdad existen los demonios, los imagino viendo
a los familiares de Janet Moses delirando, contagiándose todos de una
misma enfermedad: la de la máquina colectiva, la máquina banal que aplana y
destruye a su paso.
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