Estamos obsesionados con llenar todo
de sonidos, con que todo comunique. Así es el horror al vacío del hombre
occidental. Nuestros celulares tienen que sonar siempre, y ya empiezan a hablar
incluso; en cualquier lado hay música de ambiente, los ascensores nos indican a
qué piso llegamos y las máquinas que reciben nuestros tiquetes de estacionamiento
nos advierten que manejemos con cuidado… el mundo se ha convertido en un gigantesco
efecto sonoro. Paradójicamente, es tanto el sonido de las cosas, tal su
invasión, tanto su ruido, que ya nada dicen. El ruido se convierte así en un
gran silencio, o en un gran ruido blanco. Hemos dejado de comunicarnos de
tantos que quieren decir al mismo tiempo, de tantos que quieren comunicar sus
ofertas, sus opiniones, su furia, sus alegrías, sus verdades de redes sociales.
Pero también el gran silencio puede nacer de la opresión, de un poder que sólo
espera que intentemos comunicarnos para caernos encima, para aplastarnos. Es el
silencio que añoran los poderes del dominio, de los tiranos. Ese silencio es
también un gigantesco ruido que ensordece, que nos separa.
A
Quiet Place (2018) del actor y director John Krazinski, se mete con habilidad
y osadía en estos temas, y nos presenta, desde un planteamiento sencillo y
notable una película que me ha dejado resonancias mucho más allá de su
permanencia en cartelera.
En el fin del mundo de esta cinta hay, ya se ha dicho, un gran silencio que sin
embargo no trae paz, sosiego o serenidad para los sobrevivientes. El escenario
de A Quiet Place, tranquilo, rodeado
de naturaleza, resulta un espacio amenazante, donde una familia se ha visto
obligada a idearse una forma de vida callada que se aúna a ese silencio aterrador
del mundo. Los personajes se comunican por señas,de manera clandestina,
podríamos decir. La causa de todo esto: una forma de vida extraterrestre aguarda,
acecha y activa su furia asesina apenas se produce un sonido. Pero la comunicación
persiste. A pesar de la opresión y la amenaza que busca imponer el silencio, la
vida sigue su curso. El silencio no es una forma de muerte. Por debajo del
silencio, la vida se mueve, se adapta o intenta adaptarse.
Pero también, a pesar de los
medios de contacto que los personajes afanan, pareciera haber, en aquella
familia, un peligroso agujero de incomunicación entre el padre y la hija. Parasitan
allí sentimientos que no se comunican, un ruido que no los deja escucharse. Es
el ruido de las relaciones dañadas, de los malentendidos, de los buenos
sentimientos no expresados.
Los personajes pueden ver, es decir, son dueños del sentido de la
visión, pero realmente no ven dentro de cada cual porque no dicen lo que tienen
que decir. En cambio, la amenaza, que es ciega, ataca y mata y destruye con tan
sólo escuchar el menor sonido. El terror es ciego, una cosa inhumana que no ve
sentimientos, que no distingue entre un roedor y un niño. La amenaza que se
cierne sobre este fin de mundo de A Quiet
Place no quiere que los personajes se comuniquen, los quiere separados, incomunicados. Así domina a los hombres, así los somete y los aleja de
lo que tienen que decirse aparte de lo que comunican diariamente.
El calor de los sentimientos, el amor, la cercanía, la unión de padre e
hijos, el verdadero cuidado de los padres. Sentimos sí, queremos, pero también,
aunque seamos incluso en un primer estadio del conocimiento, seres sintientes, no podemos quedarnos
allí nada más. También pareciera que debemos estar conscientes de manera racional
de esos sentimientos y utilizar el lenguaje (cosa convencional, social,
racional) para darlos a conocer. Porque incluso, en ocasiones, no comunicar por
medio del lenguaje convencional, también nos aleja de comunicar con el cuerpo y
los gestos. Las palabras parecieran ser una pared o una puerta a la expresión
también corporal, del tacto y de la gestualidad, lo que termina siendo al final un grupo de signos racionalizados en
sociedad que se complemetan, que producen una comunicación más efectiva en unión con las palabras. Esa comunicación-expresión es fundamental entre los seres humanos, y
muy especial entre padres e hijos.
El personaje de Emily Blunt en algún momento se lo pregunta: ¿cómo
podemos cuidar a nuestros niños? Este es quizás el centro más humano y profundo
de la cinta de Karsinski. ¿Cómo cuidamos a nuestros seres queridos? ¿Qué les enseñamos
con nuestras palabras? ¿Qué le damos para hacerlos personas felices, dignos y
fuertes?
La cinta de Krasinski alcanza así
distintos niveles de lectura sobre la comunicación, el silencio y el ruido,
pero su centro, justamente, es la esencia de lo que ha de comunicarse desde
nuestra humanidad sintiente. Es decir, ¿qué es esencialmente lo que ha de ser dicho
entre las personas, entre los seres queridos, en este caso? ¿Cuál es la
verdadera protección y el verdadero cuidado del otro que es amado y acogido
desde nuestros sentimientos?
Emily Blunt y John Krasinski, en el
rol de padres, y Millicent Simmonds y Noah Jupe como los dos hijos de la pareja,
llevan las riendas de esta película que ha recurrido a los recursos mínimos de
producción para crear una historia apocalíptica que, justamente, con
discreción, en silencio, destaca por sobre la masa de producciones repetitivas
y cansonas que tratan el tema del fin del mundo y la invasión extraterrestre gracias a una lectura un poco más profunda que corresponde a la que hemos venido
hablando.
Krasisnki resulta acá, y disculpen el lugar común, cuarto bate y novio
de la madrina, pues además de director de la cinta, es también guionista, actor
y pareja (en la vida real) de Emily Blunt. Con cuarenta y un años, Krasinsky se
ha movido en el mundo del entretenimiento como modelo y actor de comedias de
cine y televisión. Su rol de Jim Halpert en la serie The Office fue su nicho principal durante ocho años. Sin alejarse
de la comedia de altura, cercano al sarcasmo y al drama, Krasinski dirigió en
2009 Brief Interviews with Hideous Men,
una historia basada en el famoso libro de cuentos del maestro de la literatura
norteamericana, David Foster Wallace. Una cinta con aires diferentes y con
sabor a cine independiente que anduvo dando vueltas por el festival de
Sundance. En 2016, entrega The Hollars,
una comedia romántica que se esmera por adentrarse en la sicología de los
personajes y en el drama de sus relaciones, sin que la ternura y la gracia
pierdan espacio. Ahora, su tercer largo, nos demuestra que va tomando su camino
en serio y un poco a contracorriente, pero sin resultar demasiado escandaloso.
Emily Blunt, actriz de belleza enigmática, viene también desarrollando una
carrera que busca salirse de los parámetros tradicionales, aunque nunca sin
despegarse totalmente del carril de Hollywood. La veremos en 2019 protagonizando
Jungle Cruise, una cinta taquillera de
Disney junto Dwayne Johnson, el nuevo rey Midas de los grandes estudios, pero
también la hemos visto trabajando en un drama con fuertes dosis de thriller sicológico como La chica del tren (2016) de Tate Taylor,
actor que también se ha aventurado en el campo de la dirección y que logró con The Help (2011) llegar a la ceremonia de
los oscares. Por igual la vimos trabajando en Sicario (2015) bajo la batuta de Denis Villeneuve, sopesado por la
crítica como un nuevo realizador de futuro promisorio. Tampoco debemos olvidar
que en un lejano 2007, Emily Blunt se echó al hombro (con éxito) la carga actoral
de Wind Chill, aquel maravilloso thriller sobrenatural cuya historia
transcurre apenas con dos actores (algún otro circunstancial) en el interior de
un carro estancado en medio de la nieve y la ventisca. Pronto también será Mary
Poppins en Mary Poppins Returns de
Rob Marshal, pero mientras tanto, en A
Quite Place es otra declaración de sus intenciones de hacer roles diferentes
y con cierto nivel, como este sin palabras, de gestos y expresiones faciales
amorosas que son arrasadas por la angustia, el miedo y el dolor. Difícil sí pergeñar
un trabajo donde la voz queda relegada al gesto y a la acción (sobre todo en
Hollywood). Emily Blunt lo logra, así como también los pequeños actores Millicent
Simmonds (Wonderstruck) y Noah Jupe (Wonder, The Titan). Aunque los dos lucen muy bien en sus roles, la chica se
lleva el mayor peso, pues Millicent soporta el peso del dolor, la culpa y la
rebeldía que desencadena mucho de la trama (ya se ha dicho, es ella la fuente
del conflicto comunicativo). Debe destacarse que la joven actriz es realmente
una persona sorda (así como en el filme).
A Quiet Place quizás pudo habernos dado un poco
más del drama de los personajes, un poco más de profundidad, sin embargo, no le
falta belleza, originalidad y osadía. Que un filme comience con un silencio
cerrado, tanto, que en cierto momento hasta te duelen los oídos, resulta, para
nuestro mundo saturado de efectos sonoros y de ruido publicitario, realmente un
prodigio y un atrevimiento. Medito, ya para concluir, que el silencio nos conecta
sí con signos de sosiego y paz, y ciertamente con el mutismo esclavo del pueblo
que aspiran los tiranos, pero el silencio también puede ser un discurso que
reta, un discurso que se niega ante el ruido, una declaración de principios
ante tanta cháchara ignorante. El silencio, a veces, puede ser sabio y combativo.
A Quiet Place me ha hecho pensar en todas estas
cosas durante algunas semanas. Me ha hecho, justamente, pensar (esa actividad callada), sopesar y me ha hecho decir no sé si estas palabras justas y acertadas,
pero acá están, apreciando un filme pequeño y particular que se alza por todos
los significados que le entrega al silencio y la comunicación de los
sentimientos en medio de este mundo tan de postrimerías
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