Este texto disparatado en torno a la
cinta Black Death (2010), tiene
quizás dos propósitos: el primero, cinematográfico, que habla de la falla, digamos,
empática, que me parece encontrar en la película, y el segundo, político, que
quizás pueda resultar aún más ido, desorientado o desencajado que el primero.
Es una película que lleva ya sus años. Sin embargo, me tocó verla hace
poco. No es que me haya gustado particularmente, pero me hizo sentarme a escribir
estas ideas de corrido, y sin duda, con poco rigor. Acá vamos.
En Black Death, un grupo de
hombres, algo así como cruzados mercenarios, van trajinando los caminos de la Inglaterra
medieval a la búsqueda de un pueblo donde supuestamente un nigromante resucita
a los muertos y tiene apartada (con magia negra) la peste (negra) del sitio
(todos los pueblos y todas las ciudades son cementerios putrefactos por causa
de la peste). Entre estos hombres hay un violador, un torturador y varios
soldados que mataron sin misericordia en las guerras; también va un monjecito
bobo (Eddie Redmayne) que los guía a través de un bosque y un pantano.
Se supone que estos personajes, a pesar de ser unos tipos rudos y que
han obrado el mal, son los buenos de la peli. Tampoco que el asunto sea nada
original, ya lo hemos visto antes: el malo que termina siendo bueno. Pero
sigamos. El líder (Sean Bean) es tan “justo” que rescata por el camino a una
chica que va a ser quemada por bruja y luego la mata aparte, porque, según su
argumento posterior, en lo que él y su grupo de guerreros dejaran el sitio, los
pobladores la iban a volver a tomar y a quemar de todas maneras. El
líder estaba, digamos, según su propia explicación, siendo benévolo, porque así
le evitaba una fea muerte a la chica.
El hecho es que estos guerreros llegan más tarde al poblado donde nadie
está enfermo de peste. Los aldeanos lucen limpios, están felices, son jóvenes,
atractivos y están, ya se ha dicho, sanos. Todo bien dentro de lo que cabe.
Pero a los guerreros que recién llegan se les antoja que algo huele mal en esa
Dinamarca. Sospechan que esa gente adora al diablo o algo por el
estilo, y deciden arrasar con el poblado. La matanza, en un primer momento, no
se lleva a cabo, porque los del poblado los adormecen con drogas que han puesto
en sus bebidas. Cuando los guerreros despiertan, se encuentran metidos dentro
de un foso lleno de agua y fuertemente atados. Es entonces cuando descubrimos que, en
efecto, los pobladores no son cristianos y que reniegan del cristianismo
(nunca se llega a saber si adoran o no adoran al diablo). Los pobladores deciden
entonces ejecutar a los guerreros con suplicios insufribles. Uno de ellos, el
líder, es halado de sus brazos, de lado y lado, por dos caballos, y, por
supuesto, desmembrado.
Acá es donde entró en conflicto, o quizás
entendí mal, pero… No sé realmente si los realizadores de la película (que es
una coproducción germano-británica) tenían la intención de hacer que el
espectador se solidarizara con los guerreros y el monjecito bobo con los que
andamos desde el inicio, o si ese nunca fue su interés. Si la intención, no obstante,
fue ponernos del lado de los guerreros, conmigo no lo lograron.
Unos tipos armados y cubiertos de sangre llegan con intenciones asesinas
a un poblado donde todo el mundo está limpio, sano y no le hace daño a nadie y,
aun así, se supone que nosotros, los espectadores, ¿debemos ponernos de parte
de estos guerreros enfebrecidos de sangre sólo porque esta gente (que está en
su apartado poblado sin hacerle daño a nadie, ya se dijo) no es cristiana?
Digo, no es que no esto no pudiera pasar en la vida real. Claro que una atrocidad así pudo haber ocurrido, los cristianos de la Edad Media cometieron barbaridades a su
antojo, cómo no. Pero esta es una película, una historia de ficción, donde, creo
que es evidente, se insiste en que le tomemos aprecio a los rudos guerreros. Hay
una escena, antes de llegar al poblado, en que se descubre que uno de ellos
tiene la peste. Tal momento, a mi juicio, pretende sumar acciones para que
nosotros entremos en sintonía con ellos. La trama va así: el grupo decide abandonar
al enfermo, pero éste replica que prefiere la misericordia. Entonces, el más
cercano a él, lo mata aparte de una puñalada. El enfermo, antes de morir dice:
“Me alegro de que seas tú”. El mensaje es claro: son hombres rudos, capaces de
matar, pero son nobles, tienen honor y un gran corazón.
Pero… de nuevo, estos señores rudos
y de gran corazón, estos señores a los que se supone les tomemos cierto cariño,
llegan a un poblado donde no hay peste y la gente vive tranquila sin causar
problemas a otros, y resulta que esta gente es mala y hay que castigarla, tan
sólo porque no tienen las mismas creencias que los fanáticos guerreros.
Acá se acabó la película para mí y no porque estas cosas no pasen, repito,
sino porque a estas alturas no te has identificado con los mentados guerreros
fanáticos y asesinos y, aunque ya han sido capturados, es
muy claro que las acciones se van a torcer y todo le va a salir mal a la gente del
poblado.
Pero seguí viendo, ni modo. Los realizadores, no es para menos, trataron
de demostrarnos que los pobladores aparentemente buenos en realidad eran unos
patanes infernales porque mataban a los que se aparecían por su poblado. ¿Pero
a quiénes habían matado? A los que habían llegado con las mismas intenciones de
los guerreros: la de aniquilar gente que no era cristiana y que no estaban enfermos
de la peste. De agregado, según los elementos que nos van aportando la historia,
los pobladores son malos porque someten a los guerreros a suplicio. Si usted
lee las primeras páginas de Vigilar y
castigar, por ejemplo, entenderá que esos suplicios eran cosa de costumbre todavía
en 1757, fecha que Foucault cita al describir la ejecución pública frente a la
iglesia de París (una ejecución muy cristiana y legal) de Robert Francois
Damiens, que fue torturado, quemado (con plomo derretido, aceite hirviendo, pez
resina ardiente, cera y azufre) y desmembrado frente a una audiencia de libres
ciudadanos, y además con pésima instrumentación, porque los caballos, que no
estaban acostumbrados a tirar, nunca pudieron desmembrarlo y tuvo que dársele
de hachazos a Damiens (estando aún vivo) para que sus miembros sí pudieran ser
arrancados de su cuerpo por los caballos inexpertos. Pero, tal como nos lo hace
ver la película, debemos asumir que estos aldeanos son criminales porque mataron
a los que querían matarlos, y porque sometieron a terribles suplicios (no tan
terribles, según ya leímos) a unos cuantos que también querían hacer con ellos
papilla.
No pude ponerme del lado de los guerreros cristianos. Pero cabe la posibilidad
de que no haya entendido la película. Quizás en realidad nos muestra el mal que
habitaba en la totalidad de los personajes, en los cristianos con su fe asesina
y en los del pueblo con sus engaños mágicos. Porque cabe decir que una dama del
pueblo, que era curandera y líder, hacía creer a los incautos que ella
resucitaba a los muertos, cuando en realidad los drogaba por un buen rato con
una droga que anulaba por completo sus signos vitales. Esto, aunque es obvio
que es un engaño, no fue suficiente para hacerme sentir rechazo. La misma “bruja”
lo dice: ¿Quién no engaña a la población para someterla a su dominio? ¿Quién no
le mete en la cabeza historias de héroes y de santos y de poderes
sobrenaturales?
Quizás no atino a entender que los realizadores quisieron decirnos que
todo el mundo está loco, que la gente es una porquería, y que uno no debe
ponerse de parte de nadie. Pero yo lo que entendí es que había una clara
intención de ponernos de parte de los guerreros y en contra de los “brujos”. Si
fue así, para mí, no lo lograron.
No niego que en ese pueblo no hubiese injusticias ni engaño, pero tampoco nada justificaba
a los predestinados y justicieros que llegaron con su cabeza revuelta de los
fanatismos de su mundo. Sobre todo, considerando que la aniquilación no iba
solucionar nada sino, precisamente, a aniquilar todo rastro de vida, fuese malo
o bueno. Al final, los guerreros sólo pretendían un beneficio, el de ellos:
capturar al supuesto origen del mal (el supuesto nigromante) y llevarlo al obispo que
ordenó su cacería con el fin de obtener recompensa y sentir, además, que habían
obrado en nombre del bien. Cabe destacar que la peste llegó finalmente con los
guerreros, y los pocos sobrevivientes del poblado, murieron.
Así de predestinados, justos y guerreros son los héroes revolucionarios.
Llegan como plaga, peste negra, enfurecidos, señalando injusticias
y pecados, magias negras neoliberales, capitalistas e imperialistas, ejecutando
a diestra y siniestra su brazo justiciero. Es insólito, pero, aun así, tienen credibilidad,
son seguidos y hasta amados. Así de amado fue el tristemente célebre Hugo Chávez
Frías, y los no menos aborrecibles Che Guevara y Fidel Castro.
Quizás los realizadores hicieron lo correcto: querían que nos pusiéramos
de parte de los justicieros asesinos en la ficción, como es frecuente que ocurra
en la realidad. Queda demostrado que, en la vida de los hombres de carne y
hueso, son muchos los que terminan poniéndose de parte de aquellos que llegan cortando
cabeza y haciéndose pasar por amigos de la verdad, de la justicia y de la
verdadera fe de los hombres. Pero ahí les queda, ¿vieron? Al final, justicieros con ideas fijas son todos iguales: los más fanáticos oscurantistas de la Iglesia
o los acérrimos defensores de la justicia socialista. Todos iguales, todos
hacen lo mismo.
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