En el pueblo de Boca del Río en Margarita está el Museo Marino, uno de los sitios más orgullosos de la isla, todo un ejemplo al trabajo serio y al amor por el país fundado por el señor Fernando Cervigón. Un poco más allá, cerca del mar, se encuentra una plazoleta donde se alza el monumento al bombero marino; una estatua colorida e ingenua de un hombre con uniforme que porta en sus brazos la que parece ser una niña que se estaba ahogando en el mar. Detrás del bombero y de la niña se levanta una columna que asemeja quizás una pared en ruinas, quizás una ola de mar; es difícil saber. Una placa en el pedestal nos informa que los bomberos marinos existen desde 1976, y el monumento desde el año 2000. Aquel hombrecillo heroico que lo protagoniza recuerda un poco a una de esas figuras populares de José Gregorio Hernández. Quién sabe, a lo mejor el médico se transmutó en un bombero de colorinches. El santo que aún no es santo ha hecho de todo y ha sido de todo.
En la calle de atrás del museo, bajo una mata que da sombra, está la señora Mirna, una mujer bajita, regordeta, con el cabello corto y zarcillos que simulan perlas: con forma de estrellas en los lóbulos, y redondas (perlas en todo el sentido de la palabra) como extensión danzante a los lados de su cara curtida por el sol. Mirna vende empanadas desde muy temprano en la mañana. Sus clientes son los habitantes de la zona, y por supuesto, los turistas. Hoy, sus dos ayudantes aún no han llegado, y la gente ya empieza a rodear la mesita de plástico donde ella, de pie y bajo el árbol pero además protegida por una lonita de alguna marca de cerveza, pergeña empanadas de pescado, de carne, de cochino y de queso. A la pareja de turistas que llegan, Mirna les dice que se sirvan las empanadas ellos mismos. Que le echen una mano, porque sus ayudantes, nada que se aparecen. Les dice que las empanadas que tienen tres agujeritos en los bordes son de carne, las de dos de queso, las de uno de carne, y ninguno de marrano. Mirna es parlanchina, simpática, y los turistas se sirven divertidos. A poco llega una china. Es una muchacha joven, bonita y está embarazada. Quizás ha salido de la casita que corresponde al restaurante Huan Xing, especializado en «comida china e internacional», o del almacén de al lado; Distribuidora imperial, ese es un nombre. Es raro ver a una china pidiendo empanadas. Quiere una de pescado. Mirna le pregunta cómo va la barriga. La china bonita dice que todo bien, «mucha glacia»; paga y, con su empanada en una bolsita de papel, cruza la calle y entra al Huan Xing. Un muchacho muy flaco, alto, tostado por el sol, descalzo y con una pulserita en el tobillo se acerca y también pregunta por las empanadas. Mirna le informa de qué hay y lo invita a servirse, «porque estos ayudantes míos no han llegado». El muchacho se llama Alexis, es uno de los cuidadores de carros que se estacionan frente al museo.
Cada vez llega más gente. Una muchacha blanca, también delgada y con el cabello recogido, se sirve su empanada. Mirna le habla con confianza de personas que ambas conocen, luego le pregunta por Musipán, esa especie de parque de atracciones construido por el Conde del Guacharo. El comediante ha hecho de Margarita el nicho de sus negocios; aquí tiene a Musipán, una posada, y también presenta shows con frecuencia. La muchacha dice que Musipán está bien, que hay mucho trabajo. Mirna pregunta a cuánto está la entrada. La muchacha responde que a 90 mil. Mirna pega un grito, escandalizada, y dice que eso está carísimo, que nadie va a ir a Musipán con esos precios. La muchacha se encoge de hombros; qué más remedio, ella sólo trabaja allá, no impone los precios de entrada.
Pasa un camión volteo. Su conductor es un hombre mayor con rostro de pergamino y cabello blanco y escaso. Saluda a Mirna y ella le devuelve el saludo con algarabía. El hombre muestra todos sus dientes; algunos le faltan. Una moto pequeña irrumpe con ruido y frenazo. Una gordita en blujines, lentes oscuros y cara de mala se baja de un brinco y empieza a cruzar hacia el otro lado de la calle, hacia una peluquería de nombre Lacho’s. Todo en la gordita es agresivo. Sin embargo, Mirna la saluda desde su puesto con mucho afecto. La gordita dura voltea. En su rostro hay una sonrisa. Ya no luce desagradable ni malhumorada. Aquí, con Mirna, la camaradería es un virus, y todos se contagian.
Llega una mujer de licras y cabello recogido. Tiene carnes que mostrar. Luego se acerca un hombre alto y de ropa deportiva. Hay algo de niño pícaro en su rostro. Mirna empieza a hablar con el hombre-niño. Entre la mujer con carnes y Mirna comienzan a divertirse a cuenta de él. Mirna le pregunta cómo está la novia. Él responde que todo bien. La de las licras comenta que esa famosa novia es una mujer casada. El hombre-niño dice que qué se le va a hacer, que uno agarra lo que hay. Mirna le suelta que así nunca va a salir de su casa. El hombre-niño responde que eso no es problema. «Pero es que tú mamá ya está vieja y debe estar cansada, mijo». La de las licras se ríe. «Y con lo grandote que es», agrega y lo mira no sin cierto arrobamiento. En verdad que el hombre-niño mide como dos metros. Mirna deja ir una carcajada y les comenta a unos turistas: «Miren, la mama de éste es bajita, caracho, bajita, le llega a la cintura. Así de chiquita es, y todavía le lava la ropa, a este manganzón le lava la ropa». Todos se ríen, todos disfrutan.
Y así la mañana de Boca del río se va llenando de luz gracias a la buena disposición de la señora Mirna, quien no para de hacer empanadas y de pedirle a todo el que llegue que se sirva, que se sirva, que sus ayudantes no han llegado y quién sabe cuándo llegarán.
Comentarios
Es muy divertido leer tus textos a parir de hechos tan cotidianos como desayunar con empanadas. Saludos,
www.juancarlosmcdonald.blogspot.com