Un hombre, en la noche de su casa, apaga
luces, revisa los seguros de las puertas, se mueve con paso de viejo titán que
le ha dado la cara a los tornados. En las ventanas contempla el suave respiro
de constelaciones que parecieran nacidas en el soplo cósmico de la Bondad. Piensa
en sus hijos que duermen, en la edad de ellos, en el tiempo que le queda a su
lado. Cada vez está más presente la muerte en sus meditaciones diarias, un aire
vacío que acaricia cortinas. Él remonta la oscuridad, de vuelta. La casa
duerme. La casa de otro país, del hiato, del compás de espera. ¿Dónde ha
quedado el memorial de sus gestas?¿En verdad su nombre ya no es más un cuenco
vacío? Algún día será fantasma, recuerdo de sus hijos una tarde, ya de salida
de la escuela, por la acera y bajo la sombra de los árboles. O estampa de un
fin de semana en las butacas del cine, o sobre una calle empedrada de Valle
Bravo o de Ixtapan de la Sal. Quisiera sí dejar un legado de imágenes
indelebles, eso que al final debemos ser. Pero aun así se niega a rendirse ante
el odio que le arrancó sus páginas anteriores. Su lejano país se alza justo
ahora en las fronteras, se crece, o se eso pareciera. Algún día la naturaleza y la risa (todo
está soportado por la risa, dice Rojas Guardia) volverá a nacer donde
llueve la ceniza. Tu nombre será de nuevo tuyo y el barro estará para nuestras
manos, la arcilla.
Publicado originalmente en Papel Literario de El Nacional, 3 de marzo de 2019.
Comentarios