El cuerpo, el tatuaje y la libertad
Comenzaré con una confidencia y una
anécdota personal. Yo tengo un tatuaje en el hombro derecho, es pequeño, una
especie de ave indoamericana que, en mi simbolismo interior y por razones
personales que no vienen al caso, suelo relacionar con el Ave Fénix.
Esta es la confidencia, ahora la
anécdota personal: una vez alguien conocido me vio el hombro en una playa en la
isla de Margarita y me dijo algo así como: «¡Vaya, que malote eres!». Quien
decía el pesado sarcasmo estaba implicando que yo pretendía ser «malote» por
tener un tatuaje. Con ello, sin mayor originalidad, hacía entrar el discurso
por una vía de significados más que obvios. Por aquella en la que los tatuajes
se relacionan, por ejemplo, con la criminalidad abyecta y nada romántica de los
Hell Angels. No obstante, esa visión del mal no resulta descaminada, porque el
mal, al fin y al cabo, se encuentra profundamente relacionado con el tema de la
libertad.
El
drama y la estrategia
«El mal pertenece al drama de la
libertad humana. Es el precio de la libertad»1,
señala Rüdiger Safranski apenas comenzado El
Mal o el drama de la libertad. ¿Por qué dice esto el autor? Porque el mal
surge con la conciencia, con la razón, con la libertad de elegir. La conciencia
abre al hombre a su propio ser y le impide vivir unidimensionalmente, nos dice
también Safranski. Pero la libertad no es garantía de éxito, sino también
posibilidad de fracaso, porque la libertad sólo nos da oportunidades.
En De la ética a la política/De la razón erótica a la razón inerte, Antoni
Domènech aborda el tema del mal por medio de un juego de estrategias entre Dios
y sus súbditos. Dios se ha hecho de una estrategia ganadora: permitir el mal
para que el hombre busque la salvación, y éste, por su lado, tiene la de creer
y buscar la salvación, pues no creer y no buscar la salvación puede resultar
desventajoso, en vista de que el hombre no está en capacidad de saber si existe
un plano ultraterreno (recuérdese la apuesta de Blaise Pascal). Así, en este
juego de estrategias, a ambos jugadores les convendría (el perfecto equilibrio
de Nash) que Dios permitiera el mal (la estrategia óptima) pero que al mismo
tiempo le concediera al hombre el libre albedrío, para que éste eligiera creer
o no creer, buscar o no buscar la salvación. Por supuesto, al hombre le ajusta
creer y buscar la salvación; esa es su mejor estrategia. Pero también el hombre
puede optar por no buscar la salvación y, dueño de su libertad, elegir el mal,
expresión radical, hiperbólica y oscura del libre albedrío.
Con todo, queda claro: al hombre
le es esencial la libertad. Su conciencia de libertad es lo que lo hace humano.
Y así, para llevarlo a un plano más simple, usted elige hacerse un tatuaje o
no, y no por ello es más o menos malo.
Pero el tema puede ser aún más
complejo. Foucault explicó cómo el control del cuerpo resulta un mecanismo del
poder, entendiendo ese poder como una ingeniería sutil que está profundamente
arraigada a todos los aspectos de la vida. El cuerpo puede ser acostumbrado,
dominado, mecanizado, y esto implica, por supuesto, patrones, maneras correctas
de ser y de actuar que conllevan además el molde de accidentes o accesorios tales
como la ropa, el cabello o el aseo. El cuerpo se masifica bajo esta ingeniería
del poder.
El tatuaje sería entonces, bajo
este supuesto, una forma de rebeldía, de expresión de libertad frente a estas
mecánicas del control del cuerpo. Rompe la norma, te saca del redil.
En la conferencia El cuerpo utópico, Foucault declara: «La
máscara, el tatuaje, el afeite colocan al cuerpo en otro espacio, lo hacen
entrar en un lugar que no tiene lugar directamente en el mundo».2 Más adelante lo recalcará: la máscara,
el tatuaje y el afeite son operaciones por las cuales «el cuerpo es arrancado a
su propio espacio y proyectado a otro espacio».3
El tatuaje hace del cuerpo un
lugar utópico y es una manera de negar los espacios reales del control. El
tatuaje te dice que su portador es libre, diferente, que se escapa de la norma,
que su cuerpo (y su mente) están en otra parte.
Tatuajes
de criminal ruso
Pensemos en los tatuajes del
criminal ruso de los tiempos del soviet. El criminal encarcelado había sido
sometido a un poder muchos más cercano y vigilante del que había conocido
fuera.
La cárcel, verbigracia del
panóptico, sometía a aquel hombre a la anulación de su cuerpo y de su
personalidad con el fin de hacerlo otro más del montón, otra cifra sometida al
control. Pero a través de los tatuajes este hombre declaraba otra cosa; estos
eran un lenguaje secreto donde él se reafirmaba como individuo. Tengo estrellas
en los hombros, soy un ladrón en ley con la ley del crimen, un vor v zacone; tengo estrellas en las
rodillas, no me arrodillo ante nada ni nadie; tengo una mariposa en el pecho,
me he escapado de la cárcel en varias oportunidades, soy un experto escapista.
El tatuaje lo arrancaba de ese espacio que pretendía anularlo y lo llevaba a
ese otro espacio utópico donde él era libre. Esa era su verdadera rebeldía: la
reafirmación de su propia conciencia, es decir, de su libertad frente al poder
que no sabía leer la escritura de su cuerpo (que no compartía sus códigos) y
frente aquellos que estaban en la misma situación y que sí podían descifrar los
signos (que sí podían leer el código), las señas de su individualidad.
Foucault también habla del tatuaje
como un modo de entrar en contacto con los dioses. De nuevo, la máscara, la
vestimenta sagrada y el tatuaje comunican al hombre «con el universo de las
divinidades o con el universo del otro. Uno es poseído por los dioses».4
El tatuaje del guerrero, por
medio de un lenguaje secreto y simbólico, hace de su cuerpo un lugar que invoca
a los dioses. O mejor, el tatuaje hace del cuerpo un lugar que transporta al
lugar de los dioses. El tatuaje sería así una especie de portal, el cuerpo
tatuado es un portal. Si se considera, por ejemplo, al guerrero, el tatuaje
también funciona bajo las significaciones de libertad: la guerra es una
expresión del sujeto que desea ser libre. Lucho contra mi enemigo que me quiere
quitar la libertad, es decir, lucho por ser libre, o incluso, lucho para
quitarles la libertad a otros, porque tengo el poder y la libertad de someter a
otro.
Eros y estética
El tatuaje puede ser entendido
como estética. La estética implicaría una comprensión compleja del fenómeno
artístico en cercanía con lo sagrado, lo religioso, lo social y lo ideológico,
y arroparía, finalmente, la libertad en su vertiente creativa, que es también
libertad de expresión personal, de reafirmación del individuo.
En el caso del tatuaje, esa
expresión de libertad creativa se compone de dos partes actuantes o entes
dinámicos: la persona a tatuarse, quien es, con mucha seguridad, dueña del tema
a representar, y el artista tatuador, ejecutor del tema y el encargado de
«erotizar» el proceso de creación. Tal idea del tándem artístico erotizado me
parece fundamental para comprender la estética del tatuaje.
Mujeres
del sideshow
Anna Mae Burlingston nació el 16
de julio de 1893 en Linwood, Wisconsin. Pertenecía a una familia pobre y
numerosa (tuvo seis hermanos). Su padre, para colmo de males, murió en 1907,
cuando ella tenía catorce años. Llevada por la necesidad comenzó a trabajar
como doméstica en Spokane, Washington, lugar al que se había mudado con su
familia poco antes de la muerte del padre. Allí, en Spokane, conoció a Charles
«Red» Gibbons, artista del tatuaje.
En aquel entonces era frecuente
que los tatuadores estuvieran en relación con el circo, la feria itinerante, el
carnaval de ocasión; aunque ya existían, debe destacarse, establecimientos de
tatuajes en ciudades de mayor ebullición como Nueva York.
Charles pertenecía a ese mundo,
a esa cofradía de extraños artistas de la piel que iban entre el circo y el
negocio de ubicación fija. Era además de los que estaban interesados en hacer
diseños originales de trazados complejos, en hacer del tatuaje un arte que, si
a ver vamos, iba en contra de las convenciones del arte del momento: su
materiales eran la piel humana, la aguja y la tinta, y sus temas, no los
propios, sino los nacidos del deseo del otro, de las simbologías del otro.
Paradójicamente, esa manera
distinta de hacer las cosas tenía poco de vanguardia. Su proceder era más bien
renacentista, incluso medieval. La obra del artista tatuador, como en cualquier
artista renacentista o medieval, se daba (y se da) por «mecenazgo», por encargo
y pago de otro que dicta el tema de las imágenes a representarse.
Anna se casaría con Charles en
1912 y comenzaría el proceso de tatuado. «Por amor», se entregaría a la pasión
técnica de un artista, pero también vería en su cuerpo un medio de subsistencia
y un camino para mostrar su mundo interior, sus símbolos más profundos.
Anna, o mejor Artoria, ya con su
nombre artístico, pasó a formar parte del mundo del espectáculo como una de las
mujeres tatuadas que giraban por el país en los sideshows circenses. Cabe destacar que por aquellos años varias
mujeres blancas tatuadas habían hecho fama en estos predios.
Olive Oatman fue una de las
primeras. Se hizo célebre en 1857, entre otras cosas, por tener la cara tatuada
por los indios mohave. Olive había estado en su poder desde 1851, cuando los
mohave se hicieron de ella luego de un trueque con los yavapai. Esta última
tribu asaltó en 1850 a un grupo de pioneros, entre los que se encontraban Olive
y su familia. Su hermano mayor, su hermano menor y ella sobrevivieron, pero el
varón fue dado por muerto y dejado. A las hermanas se las llevaron y estuvieron
en manos de los yavapai hasta que se realizó el trueque. Fueron los mohave
quienes tatuaron el mentón y las mejillas de las niñas con figuras de su
imaginario religioso. Tales tatuajes pudieron significar su aceptación como
miembros de la tribu, su apertura al portal de los dioses y no un castigo o una
marca de esclavitud, como solía creerse.
Poco después, la hermana de
Olive murió de inanición (las tierras de la tribu pasaron por una grave
sequía), y ella permaneció cautiva hasta los diecinueve, cuando se pagó un
rescate por ser devuelta a los blancos.
El reverendo Royal B. Stratton
publicaría entonces su biografía. En ella se narraba, en detalle, sus años bajo
el dominio de los yavapai. Con la publicación del libro ella comenzó a girar
por los Estados Unidos. Frente al público, sobre un escenario, se hacía lectura
de sus avatares, y ella permanecía allí, con sus tatuajes, para dar fe de que
todo lo leído era cierto.
Su historia dejó marca en otras
mujeres tatuadas. Todas debían tener una historia, por lo general, trágica. Es
decir, el tatuaje de la mujer de feria entraba en relación con lo terrible, con
el dolor, con el castigo, la tragedia. También con un mundo oscuro y digamos que
hasta pecaminoso y diabólico.
Nora Hildebrandt, quien se
presentó por primera vez en el museo de George B. Bunnell en 1882, contaba una
historia similar a la de Olive. Ella decía que, atada a un árbol, había sido
tatuada por Toro Sentado diariamente y durante un año. En realidad los tatuajes
habían sido obra de su padre, un artista alemán que había montado su negocio en
Nueva York en el año 1846.
Irene Woodward o La Belle Irene, surgió casi al mismo
tiempo que Nora y fue mucho más famosa. Llegó incluso a proclamar que era la
primera y verdadera mujer tatuada. El trabajo lo había hecho Samuel O'Reilly,
nada más y nada menos que el inventor de la máquina o pistola de tatuar, pero,
como era de esperarse, ella tenía una historia ficticia. No sé si causalmente, ésta
se asemejaba en parte a la historia real de Nora, su competidora: Irene decía
que el responsable de sus dibujos había sido su padre, un marinero que la
tatuaba para matar el tiempo, para no aburrirse en la cabaña solitaria donde
vivían.
Sin embargo, Irene contaba que
los tatuajes le habían gustado y que le había pedido a su padre que terminara
de tatuarle todo el cuerpo. A la muerte de éste, Irene cayó presa de los
indios, pero ellos, al ver su cuerpo completamente tatuado se atemorizaron y la
dejaron ir.
Como se ve, la historia de Irene
no era tan terrible. No obstante, que un padre tatúe a su hija no resulta tan
común (el tatuaje implica contacto con la piel y además dolor). Por otro lado,
el ámbito del tema indio nos lleva a lugares exóticos y a peligros de muerte.
La narrativa no es narrativa sin contar momentos excepcionales y salidos de la
norma.
El eros de los dos sujetos
Pero volvamos a Artoria. Ella,
por supuesto, también tendría su narrativa. Se presentaría en 1919 en el sideshow de Pete Kortes y luego formaría
parte de grandes circos como el de Ringling Brothers y Barnum y Bailey, donde,
ya en la cima de su fama, sería presentada como la «monstruosidad hecha por el
hombre». Según la historia, Artoria tenía un marido celoso que, en sus sucesivos
ataques de locura amorosa, la fue tatuando a manera de castigo.
Se dice que Anna no gustaba
particularmente de esta fábula, pero la aceptaba. A fin de cuentas, una de las
razones que la llevó a ser un «fenómeno de circo» fue la necesidad económica
(una mujer tatuada podía cobrar hasta doscientos dólares por semana). Pero
también, ya se dijo, el tatuaje resultó una vía para convertirse en la
inspiración de su marido, y finalmente y no menos importante, un medio para
expresar su fervor religioso.
Sabemos que a Nora Hildebrant la
tatuó su padre cuando era niña, pero no podemos asegurar que ella en algún
momento o en varios eligiera y comunicase las imágenes que deseaba ver
representadas en su cuerpo. Sin embargo, sí podemos decir que los tatuajes que realizaba
su padre, Martin Hidelbrandt, eran de una apreciable calidad artística. En el
caso de Irene, estaba también el talento, la técnica del irlandés O'Reilly y
quizás la libertad de Irene para escoger las imágenes. No obstante, el caso de
Anna Burlingston resulta mucho más particular.
Anna era una mujer muy devota
que pertenecía a la iglesia episcopal, y Charles «Red» Gibbons llegó a tatuar
en su cuerpo pinturas de Botticelli y Miguel Ángel. También le tatuó en la
espalda una Última Cena inspirada en Da Vinci. Charles, recordemos, era uno de
esos artistas del tatuaje excepcionales que no se conformaba con satisfacer a
marineros y soldados, sino que anhelaba llevar su trabajo a las alturas del
arte.
El cuerpo de Anna fue el lugar
donde dejó testimonio de esa búsqueda estética que no sólo implicaba la
complejidad y la perfección técnica, sino también cierta erótica compositiva.
Es decir, el tatuaje suele ser un lienzo que cumple los deseos del lienzo, y
por ello el tatuador, por medio de un eros
muy particular, debe desear el tema de la representación tanto como lo desea el
dueño del lienzo, el sujeto que propone el tema.
El arte del tatuaje resulta así
una estética donde el motivo surge del deseo de un espíritu y ese deseo ha de
fusionarse con el deseo de otro espíritu que realizará la obra. Es decir, más
allá de la ejecución técnica, esa unión de deseos debería considerarse como un
encuentro erótico entre las dos partes: el artista del tatuaje debe sentir
deseo de que el deseo del otro sea un tema digno de apropiación.
Ese eros, entendido como un deseo bueno que busca la fusión en el deseo
del otro, implicaría la posibilidad de la estética más allá de un simple
trabajo técnico. Es allí donde el caso de Anna-Artoria Gibbons resulta
particular y valioso, pues permite comprender la particular estética del
tatuaje, su eros artístico.
Ya el tatuaje deja de ser una
imposición del amor, del verdugo, del castigador (los indios, un marido celoso,
un padre loco), y pasa ahora a ser parte del deseo compartido tanto de la
persona-lienzo como del artista tatuador.
Estamos así ante una apropiación
erótica del tatuaje.
Los
portales sagrados del carnaval
Ya se ha dicho: el cuerpo de
Anna-Artoria marca una diferencia con respecto a las mujeres que antes hemos
nombrado. Esa diferencia no sólo se constituye de un eros, sino que también implica el aspecto utópico, virtual, y cuasi
sagrado del que hablaba Foucault: los tatuajes de Anna-Artoria eran tatuajes
religiosos.
Aun así, algo oscuro permanecía,
pues según el relato que correspondía a Artoria, los tatuajes religiosos habían
sido sembrados como castigo por un hombre celoso. Eran los estigmas de una
pecadora, de una penitente. Artoria había sido marcada para que todos supieran
de su pecado. Algo similar ocurría con los criminales rusos de tendencia
homosexual: eran tatuados por los mismos prisioneros con signos obscenos
(imágenes de piernas con cuerpos de penes enormes y bocas sicalípticas, por
ejemplo) para evidenciar lo que ellos consideraban un grave delito. En lo que
toca a Artoria, no podemos decir que estamos exactamente en lo universo de lo
profano, sino que nos mantenemos más bien dentro del ámbito de una religiosidad
oscura, o negativa. Es decir, lo místico y su trascendencia siguen estando
presentes en la historia para el sideshow
de Artoria.
Luego, al otro lado de esa
ficción, en el plano de la realidad, tenemos a Anna. Sus tatuajes habían nacido
de su fe religiosa, de su deseo de expresar su convicción. No sé si acá nos
encontramos en un ámbito más luminoso, pero sí menos atormentado.
Con todo, tanto en la mujer real
como en la ficticia, el tatuaje es un receptáculo para lo divino, para lo
sagrado, para los caminos religiosos de la redención, hacia los dioses.
Estamos así ante el tatuaje como
una vía para el cuerpo utópico, para salir de este mundo y trasladarse al otro.
Los tatuajes del castigo llevaban a Artoria a la salvación, los tatuajes
voluntarios llevaban a Ana a lo más profundo de su alma, un lugar sagrado donde
ella era su creencia religiosa.
La transparencia de
las causas
La campaña española Las apariencias engañan del fotógrafo y
diseñador gráfico Oscar Quetglas y el tatuador José Juan Real está constituida
por piezas en las que puede verse a una persona en dos fotos con ropas
distintas en el mismo aviso: en una aparece la persona (mujer u hombre) vestida
para su trabajo; en la otra, se le ve con ropa más informal, la que suponemos
usa cuando no está en su trabajo, más destapada en todo caso y como para dejar
ver sus tatuajes. Arriba, una frase: «¿Cuál es la diferencia? Los tatuajes no
te hacen menos profesional». Abajo otra, como un hashtag: «#Lasaparecienciasengañan». Esta frase suele estar
acompañada del nombre de la persona, su edad y oficio o profesión. Por ejemplo:
«Enric. 24 años. Farmacéutico».
La campaña, es obvio, va en
contra de la discriminación, y acá los significados, en cierta manera, han
cambiado. El tatuaje sigue siendo un atrevimiento contra el poder y una
afirmación de la individualidad: me tatúo porque soy libre y aunque esto me cueste
hacerme de un puesto de trabajo. No obstante, esa rebeldía contra el poder es
paradójica, porque, al ser una campaña contra la discriminación, queda claro
que la persona no quiere ser paria social ni que se le considere malvada o
mediocre. Más bien iza una bandera porque se le dé un trabajo, un horario, un
esquema, una dinámica, que, visto bajo la teoría de Foucault, no son más que
costumbres corporales de amansamiento, de dominio, de control. Esa persona
quiere pertenecer a las mecánicas del poder y, así, llevar sus tatuajes a la
línea de producción. El tatuaje me reafirma, pero tampoco quiero hacer de esto
un gran escándalo. Esta es mi libertad sin rebeldías, una libertad muy dentro
de los límites, conforme con el sistema de vida: quiero un trabajo, dame un
trabajo y déjame seguir jugando a ser yo fuera de tus dominios, sea lo que sea
ese yo.
El yo ha sido dividido. Tengo un
yo del trabajo y un yo fuera del trabajo. No obstante, ese yo fuera del trabajo
no resulta muy diferente del yo del trabajo; lo modifican, levemente, los
accidentes, los afeites, sus usos de mercado.
Baudrillard señala que el caos
que lleva a los simulacros de la realidad y de los signos comienza con la
liberación de los signos de sus espacios cerrados, de sus cofradías; es decir,
con la «democratización» del signo. Ya el signo no es de una determinada
hermandad, ya no pertenece a una casa aristocrática o a la iglesia
exclusivamente, ahora el signo circula entre todos. Ya el tatuaje del criminal
ruso no es exclusivo del criminal ruso: también puedes ver las estrellas del vor v zacone en los hombros de un chico
caraqueño que ayuda a su padre y a sus hermanos a vender quesos en un mercado
de alcaldía los días domingo en la urbanización Sebucán.
Estallido final
¿El tatuaje ha dejado de ser lo
que era? El simulacro lo devora todo y es difícil decir. El tatuaje es ahora
mercancía que gira con otra multitud de signos. Resulta, dentro del mundo
contemporáneo, un signo estallado donde convergen y no convergen los
significados. Es y no es, puede ser y no puede ser, pero es absolutamente lo
que es: un tatuaje y nada más que un tatuaje. Allí su transparencia, para
seguir y cerrar con Baudrillard.
Con todo, no podemos decir que
el tatuaje de nuestros tiempos no sea una estética. En el tatuaje de hoy se
fusionan los dos sujetos: el portador del tema de la representación y ejecutor
de la técnica y finalmente del arte. Ese «mecenazgo» del artista del tatuaje se
traduce hoy día en la transacción mercantil entre cliente y el prestador de
servicio.
¿En qué nivel, en nuestros
tiempos, el tatuaje es un portal? Quizás en su uso aún exista un rezago de lo
sagrado, una forma de religiosidad profana, más personal, subjetiva. Mircea
Eliade lo dejó claro: las formas tradicionales de lo sagrado siguen presentes,
de maneras menos intensas, en el espacio y el tiempo profanos.
Los símbolos del tatuaje son
ahora más personales e íntimos, a veces evidentes (la cara de un hijo), a veces
oscuros (un trazado de reminiscencias vikingas), y a veces simplemente son lo
que son: meros afeites, mera cosmetología, mero simulacro, mera transparencia.
No deja de ser el tatuaje, eso sí, una forma de expresar la libertad, una forma
de hacer del cuerpo tu propiedad privada por encima de los concepciones
tradicionales, por encima del control biopolítico. De alguna manera, sí, el
tatuaje es una de las formas del mal.
1 Rüdiger Safranski. El mal. Tusquets (Barcelona, 2010), pág.
13.
2 Michel
Foucault. El cuerpo utópico / Las
heteretopías. Ediciones Nueva Visión (Buenos Aires, 2010), pág. 13.
3 Ibíd., pág.
14.
4 Ibíd.
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