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UN SOMBRERO DE PAJA ITALIANA





Por Leoncio Martínez


Carlucho Sirgüela dio por terminada la limpieza de la moto y echó sobre los níkeles relucientes y engranajes lubricados una mirada amorosa. Era una bella máquina último modelo, regalo de su padrino el día de su santo. Cómo se la envidiaba Atilio Mortó que apenas había podido comprar una moto de medio uso, salida de fábrica hace dos años; lo mismo que Pepe Calzada envidiábale sus raquetas, Jacinto Febre sus zapatos de sport y el infeliz de Graciano Lugo sus guantes de boxeo.

Sonrío satisfecho, soltó el arranque y una epilepsia estrepitosa sacudió la máquina; el latido del motor fue apagándose lentamente en un suave silencio; luego Carlucho trajo de la sala un cojín búlgaro y lo tiró al descuido, como una gran ave muerta, sobre el side-car.

La llevaba hacia la calle con el cuidado de quien conduce una novia, pero al pasar por el corredor, no pudo dejar de detenerse ante el espejo de la sombrerera, a darse los toques finales.

Estaba bien, casi bien.

Retocó la caída abandonada ex profeso de su cuello byron, corrió la lengua por los labios finos y rojos, echó hacia atrás, pisándolos con el sombrero cow-boys dos mechones que le salían bajo el ala…. Sin darse cuenta le vino a la memoria la frase con que la señora Sirgüela solía agasajarlo en sus momentos de expansión maternal:

-¡Tan lindo mijo!

¡Y sin embargo!

Sin embargo, aquella arisca de Virginia Finlay se resistía a tales encantos; no lograba convencerla, a pesar de las frases enamoradas que deslizara a sus oídos durante un fox, a pesar de que lo vieran guiando un ocho cilíndros de sesenta mil bolívares, a pesar de que una vez en presencia de ella, había dominado las argollas más de doce veces.

Pero, ahora sí. Ya Virginia había aceptado en principio y él estaba dispuesto a todo. Hoy vencería aquella fría indiferencia, se jugaría la última partida y su máquina, limpia, deliciosa, dócil, ayudaríale en la jugada.

En la calle, sentado ya en su motocicleta, hacíase estas reflexiones; de pronto sacudió pensamientos y arrancó como un rayo.

Detonaciones. Polvo. Escándalo. El pitazo estridente de un granuja. Ladridos de perro. El eco de una bocina distante…



***


Ahora Carlucho va devorando la carretera. Pero no va solo: ahora le acompaña Virginia Finlay en el side-car.

El viento, en la carretera, agita un chal color naranja y manojos de rizos rubios que se chocan, se levantan y caen como rozando. La muchacha mete la cabeza contra el viento y ríe.

Carlucho siente bajo sus piernas acelerarse el corazón de hierro de la motocicleta:

-¡Pah!, ¡pah! ¡pah! ¡pah!...

Una curva. Virginia da un grito de pájaro asustado. La máquina parece que vuelca por poco.

La pulsación de los nervios de acero se comunica por las manos de Carlucho, aferradas a la manivela:

-¡Pah!, ¡pah! ¡pah! ¡pah!...

El paisaje a las lindes de la carretera es una cinta borrosa que corre. Pasan vegas verdes, revolucionadas por la brisa; pasa la mancha sepia de los terrenos de sembradío, en cuya lontananza un yugo de bueyes se resigna y marcha; desnudos y barrigones; paredes de cal sucia; un mendigo ulcerado; una negra con falda roja y con una lata de agua en la cabeza; pasa una hilera de chaguaramos, al sol la gloria de sus penachos marciales…

-¡Pah!, ¡pah! ¡pah!...

Carlucho piensa en el consorcio de luz, de amor y de miseria que hay a su alrededor; no piensa en el paisaje, ni en Virginia, ni en nada. Está poseído por la fuerza y la música de su máquina y por el vértigo de la velocidad.

Pero Virginia sí piensa en él, mejor dicho, lo mira; echada atrás en el side-car, lo ve de espaldas, inclinado sobre las manillas; ve el paleto de seda que transparenta sobre el lomo robusto la curva de las elásticas; ve el pelo recién cortado azuleado en el cogote; ve el lóbulo de las orejas, rosado de caracol, como un niño. Y masculla:

-¡Lástima que sea tan necio…!

Ella quisiera para novio otra clase hombre; otra clase de espíritu; tal vez si Carlucho, cuando bailaban el fox y le hablaba de amor, la hubiera besado en los ojos o en el oído, ella hubiérase abandonado al deliquio; si cuando pasaba, solo en el automóvil, le brindase un asiento a su lado… ¡Quién sabe! Ella era una mujer de carne, nervios y sangre, educada con cierta libertad y su ascendiente extranjero, mezclado a la savia bullante del trópico, despertaba en sí una ebullición de ideas violentas y absurdas. De haber nacido varón, gustaría de aventuras, conquistar doncellas, ser soldado, trashumante, hampón, cómico y poeta… Ay, pero Carlucho puede ser muy capaz, con esa fuerza suya, con tanta juventud… ¡Si ahora, en la misteriosa soledad de los campos, se le ocurriera detener la motocicleta y en un callejón, camino del río que gargarea allá abajo, la agarrara por las muñecas, la estrujara contra sí, la batiera contra el suelo… y la besara bestialmente rompiéndole los labios…!

Virginia se estremeció de manera visible; un calofrío corrióle, electrizante, por la médula espinal.

-¿Tiene frío? -preguntó Carlucho, volviendo un poco la cara. Y tras una pausa: -Ya nos vamos a devolver, es tarde…

Era la primera vez que él hablaba en todo el trayecto; sus palabras en el hálito vespertino tenían también la flojedad babosa de lo que se muere.

Habían pasado otros pueblos, con iguales fondas, casas sucias, hombres lánguidos, mujeres turbias y muchachos barrigones, sin advertir que ya la noche violada desmayábase sobre la cresta dispareja de la ciudad fundida en el confín de occidente.

De pronto un estallido, como un disparo a quemarropa. La motocicleta desdibujó un zig-zag violento y fue a detenerse a orillas de una zanja, sobre la grama.

Virginia crispó las manos en los bordes del side-car fijando los verdes ojos interrogantes en Carlucho, que echaba pie a tierra:

-¿Qué fue?
-¡Buena broma!... Una piedra… tal vez un vidrio -murmuraba el joven dándole vuelta a una rueda. -Lo peor es que ya está oscuro… no veo bien…

La brisa de la tarde le apagaba los fósforos al encenderlos.

-Indudablemente, esto no puedo componerlo sino donde haya luz o mañana, con el día…
-¡Ja, ja, ja! ¡Qué chasco!...
-No se ría, Virginia, yo estoy apenadísimo; avergonzado por mi motocicleta, yo que pensaba que esta máquina no fallaba nunca… ¡Si hubiera por aquí una casa!
-Claro, exclamó la muchacha en congestión de carcajadas, porque, si no se compone, no podemos pasar la noche al sereno. ¡Y yo tengo hambre! Lo que voy a divertirme cuando cuente en Caracas la aventura.
-Ayúdeme usted, ayúdeme a sacar la moto.

Y caminaron silenciosos. Él arrastrando la máquina muerta; ella se quitó el sombrero y lo llevaba con ambas manos, colgado por las bridas; los rizos rubios jugueteaban como angelitos traviesos en torno de la cabeza de la Virgen.

-¡Mire aquella estrellita! -exclamó de pronto Virginia; Carlucho ni siquiera alzó la cabeza; parecía querer hundir el gesto de contrariedad en el tizne del atardecer.

Tocaron a una casa de corredor. Salió a abrirles una vieja de cabellos blancos con una lámpara de petróleo en la mano. Carlucho explicó el accidente; la dueña de la casa hizo una advertencia; ellos no daban hospedaje; pero, en un caso así, tratándose de gente decente y por una noche no más, cederían lo único que podían disponer, su cuarto; ella y su marido -que estaba allí, en el corredor- se acomodarían en otro sitio; por una noche, ¡válgame Dios!, en cualquier parte se duerme.

Carlucho, dentro, seguía revisando la motocicleta y chirriando los dientes. Virginia, entre tanto, conversó como una perica; después de comer pan isleño con leche y un pedazo de jalea, la señora los condujo a la alcoba y los dejó solos.

Se miraron las caras. Carlucho, atontado; Virginia reventando de risa.

En el centro de la pieza había una cama antigua, solemne, matrimonial, de caoba. En la pared, un San José al óleo, con cara de comendador. Dispersos, un velador, aguamanil, dos sillas, un ropero y más nada. La puerta para el otro cuarto, condenada con un listón de pino.

-¡Quédese usted aquí, Virginia, yo me voy a dormir al corredor… -dijo Carlucho.
-¡Jesús, va a coger un resfriado! A ustedes no se les ocurre nada bueno. En compaña como en campaña; fíjese bien; la cama tiene dos colchones: paramos uno de los dos, a los largo de la cama como un tabique, lo sujetamos del copete y usted, muy fundamentoso, de lado de allá, se desviste y se acuesta y yo, muy seriecita, de lado acá hago lo mismo y santas Pascuas…

Poco después, separados por aquel muro de paja improvisado, se despiden:

-Hasta mañana, Carlucho.
-Buenas noches, Virginia, hasta mañana.
-¡Qué simpático todo esto!, ¿verdad, Carlucho?
-Sí, bastante, pero ¿qué pensarán en su casa?
-Nada. Esta noche llamarán a la casa de usted, a preguntar si ha regresado; mamá le dirá a papá que soy loca y mañana, cuando yo les cuente, se tranquilizan.

Al joven se le iban cerrando los ojos; a Virginia le costó trabajo pescar el sueño.

Cuando ella se levantó por la mañana, encontró al mozo en el corredor armado con una llave inglesa:

-¡Ya estamos listos! En su casa deben estar angustiadísimos.

Ella le miró con una piedad poco despreciativa:

-¡No se preocupe de eso!
-Regresaremos volando.

La motocicleta corría de nuevo, carretera abajo, como un diablo perseguido por una legión de diablas; corría, corría, estrepitosa en la mañana azul. Brisa madrugadora de marzo doblaba sauces y maizales, agitaba el chal de seda naranja, los rizos de oro contorsionaban e impelían el ala del sombrero de la muchacha.

La motocicleta corría, corría, corría carretera abajo.

El aire enfilado en el vacío que dejaba la máquina, le arrancó el sombrero a Virginia y lo elevó como una mongolfiera.

Carlucho detuvo y bajó. El sombrero, burlescamente, a compás, pavoneábase en el aire, dejándose llevar por la brisa. Carlucho seguía el viaje del sombrero, viendo hacia arriba, con los brazos abiertos y las manos engurruñadas, en actitud bastante cómica. Una bocanada de viento le dio al sombrero un brusco giro y lo empujó a caer detrás de la tapia de una posesión; una tapia alta, gris, larga, muy larga, por encima de la cual surgían guamos y araguaneyes.

-¡Ay!

Un alarido desolador se escapó de la garganta de Virginia:

-¡Mi sombrero! ¡Tan lindo mi sombrero! ¡Era de paja de Italia y me lo estaba estrenando!

Carlucho la miró, mingona; miró hacia el este, hacia el oeste, siguiendo la línea de la tapia terrosa: no se hallaba una puerta a todo lo largo. El joven, sin desalentarse, gritó de lejos:

-No importa: ya se lo cojo.

Agarrándose en los agujeros con un tronco de palo, metiendo los pies en las descalabraduras, arañando, resbalando para luego subir con más fuerza, Carlucho ganó la altura de la pared y desapareció tras ella. Después, un salto y regresaba con el sombrero. Sonriente, triunfador, se acercó a la muchacha, a entregar su trofeo:

-Tome… ¿Qué le parece?... ¡Usted desconfiaba de mis músculos!

Ella le miró de reojo y mascando el borde su sombrero repuso entre ruborosa y socarrona:

-Dispense: yo creía que un hombre que no brinca un colchón era incapaz de saltar una tapia...

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